Detrás de Esperando Abril podrás conocer a Noelia. Nacida en el año 1973, desde bien pequeña me he visto relacionada con la literatura a través de la lectura.
Escribo relatos, la mayoría de corte erótico, y reflexiones personales.
Novelas publicadas:
De Espaldas al Mar. 2020
Deja que arda. 2022
sábado, 8 de marzo de 2025
ELLA
Era la tercera mudanza que
hacía en sus escasos veinticinco años de vida. La primera fue cuando su familia
decidió dejar su Granada natal decididos a buscar una mejor suerte en una
ciudad que emanaba prosperidad. Tenía catorce años y lloró hasta que no pudo
más. Imaginaba Barcelona como una ciudad húmeda y deshumanizada, con niños de
su edad altivos y antipáticos. En menos de dos meses ya huía, junto a su amiga
Anita, por el gran descampado que les hacía de parque de las bromas de los
niños de su clase. Reían como locas y siempre conseguían ganarse la confianza
de esos pillos que más que asustarlas querían enamorarlas. La segunda vez fue
cuando se casó con Antonio. Formaron un hogar a los pies de la montaña de
Montjuic, en un moderno piso cerca del famoso “El Molino”. Ese intento de relación
duró tan poco y fue tan inesperadamente dramático que ni ella misma era capaz
de adivinar por qué había estado tan ciega.
Ahora mismo tenía las llaves
de lo que esperaba fuese el cambio que le aportara la felicidad que disfrutó a
lo largo de su infancia y adolescencia. Abrió la puerta como pudo y, como pudo,
dejó la última caja en el pasillo antes de dejarse la espalda. Tuvo que saltar
entre todos los trastos para poder entrar en el comedor, todavía vacío, con sus
blancas paredes tan frías e impersonales que cortaban el aliento. Aun así,
sonrió. Su minúsculo piso era todo lo que deseaba en ese momento. Representaba su
victoria más importante desde que decidió ser ella misma. Una a una fue
arrastrando las cajas que se quedarían allí, a la espera de que llegaran los
muebles, mesas, sillas, sillones, lamparillas, los cuadros, y, por supuesto, su
amada librería. Tantos libros anhelando su lugar en el mundo fuera de su cabeza.
Abrió una de las cajas en las que había escrito “LIBROS” con su letra enorme de
caligrafía clara y segura. Cogió al azar uno de ellos, El beso de la mujer
araña, de Manuel Puig. Hacía solo tres años que compraron juntos esa joya en
la hermosa librería que era el punto de encuentro de muchos intelectuales
amigos. Se acababan de casar. Por fin soplaban aires de libertad y ellos eran
los más devotos representantes de esa palabra convertida en hecho. Sin embargo,
al poco, todo se tornó menos intenso y más temible. Recordó el día de su boda
mientras observaba la portada. La ceremonia por la iglesia a pesar de ser más
ateos que Carrillo, por complacer a sus padres. Estaba en una nube, era la
envidia de sus amigas y colegas. Él la comprendía, la empujaba a escribir, la
motivaba para que no se le escaparan los sueños. Nada de hijos si no quieres,
le dijo un día entre las sábanas.
Colocó el libro en el hueco
libre de la caja, saliendo del ensimismamiento, le hacía daño pensar. Se
incorporó y tocó su mejilla, de repente, sentía un calor intenso y cómo
palpitaba su carne herida, a pesar de que hacía más de un mes de la última agresión.
Por suerte, su familia la apoyó, aunque rechazó volver a casa, se volcaron en
que su divorcio no fuera una traba en su deseada vida de mujer soltera y
trabajadora. Es lo que quiero, estoy radiante y nada me parará, esta
vida no es una lucha y soy feliz, se repetía como un mantra, mientras
recorría ilusionada el resto de su nueva guarida.
Dedicada a todas las mujeres luchadoras, guerreras, valientes, resilientes, tranquilas en este 8 de marzo de 2025.
Apoyado
en la inmaculada pared del falsamente señorial edificio espero, con la calma
nerviosa que se respira previa a la tormenta, a que llegue mi exmujer para
entrar juntos a la reunión de urgencia a la que nos ha convocado la dirección
del colegio de Sofía, mi pequeña de 10 años. El cigarro me sobra, desde las 7
de la mañana que encendí el primero, mis pulmones me piden una tregua. Pero
supongo que es una de las formas más útiles de enmascarar la incertidumbre. El colegio
está situado en un lugar idílico, rodeado de árboles y un enorme jardín que ya
quisiera más de un vecino de la zona. No en vano pagamos un pastón todos los
meses, parece que queramos ocultarle la realidad de este mundo cenizo de claros
y sombras. Parece no, es así, queremos intencionadamente dibujarle un mundo
irreal en la cabeza, aunque soy consciente que el dibujo desteñirá muy pronto. Alicia
aparece acalorada, demasiado maquillada, como siempre, aunque con esos aires de
víctima incomprendida, mujer de delicada porcelana rota. Muy guapa e infeliz como
para volver a atraerme ni un segundo. Ni me saluda, pasa por delante de mí con
su cara de asesina de pasiones dejando su caro perfume impregnado en mis
narices. Apuro la calada con una rabia inesperada y estrello el cigarrillo
contra el suelo siguiéndola hasta ponerme a su altura. Mi ex golpea
delicadamente la puerta del despacho como si quisiera con ese ligero roce hacer
que lo que tengan que decirnos parezca una nimiedad, y los dos carraspeamos al
unísono. Cuando abrimos la puerta, en la esquina, cabizbaja veo a mi pequeña
sentada en una silla moderna y fría como la habitación. Sus pies apenas rozan
el suelo. Al levantar la vista sus ojos son cristal oscuro casi negro y sus
mejillas y párpados, rojo natural de haber llorado.
Nos
aconsejan, por no decir obligan, un psicólogo para una niña que está
descubriendo su sexualidad y no lo voy a permitir.
Alicia
coge fuertemente de la muñeca a Sofía arrastrándola al caminar y sólo tiene
miradas de odio hacia mí cuando pasa por mi lado. Sofía se gira y me suplica,
Papi. Y se me parte el alma. Alicia, le grito obligándola a parar en seco,
aunque continúa dándome la espalda, recuerda, el viernes a las seis en punto en
casa. Prosigue a paso rápido sin contestarme. El viernes tendrá cualquier
excusa para traerme a la niña mucho más tarde de lo que corresponde
Cuando
llego a casa, de repente y sin venir a cuento me acuerdo de mi abuela y de
Pilar y siento como me sonrojo. Cojo una cerveza y pongo el portátil en marcha.
Quiero ver algo de porno y desconectar de todo lo que ha sucedido hoy, no voy a
darle importancia. Pero no encuentro nada que me valga la pena, pienso que no
es el día y mirando mi última conversación de WhatsApp a punto estoy de
escribirle un mensaje a Teresa, pero llego a la conclusión de que tampoco eso
me valdrá la pena. Después de más de una semana dándole largas no tengo ganas de
reproches antes y después de echar un polvo. Busco a Pilar en el Facebook y
observo su foto embobado sin darme cuenta, pero me canso rápido. Fumo mirando a
la nada, con las piernas estiradas y apoyadas en la mesita que está llena con
varias botellas de cerveza vacías y un cúmulo de cigarrillos a medio terminar.
Mañana María, mi asistenta, pondrá el grito en el cielo, aunque me sonreirá
cuando nos crucemos en la puerta justo antes de que yo salga a trabajar.
Pilar.
Tengo sus ojos negros, como su ropa, clavados en mi retina. El verano que la
conocí en casa de mi abuela tenía yo 13 años recién cumplidos. Mi abuela era
viuda desde hacía casi 30 y llevaba sola el peso del gran cortijo que tenía a
las afueras de Granada desde que sus dos únicos hijos se marcharan de casa, mi
padre a Barcelona con 18 años y mi tío Antonio, un año antes a Madrid. Pilar
era mi prima, no de sangre, pero mi prima. Su madre había sido la maestra del
pueblo hasta que un vecino, en una noche de mal beber la violó y le hizo la
hija que tengo yo ahora en mi pensamiento. Mi tío Antonio bastantes años más
joven que Carmen, pero enamorado de ella desde bien joven se envalentonó y le
pidió matrimonio al poco de nacer Pilar. Lo que empezó siendo una broma para mi
abuela se convirtió en una pesadilla y poco antes de que Pilar cumpliera un año
Antonio y Carmen se marcharon con ella a Madrid. Hasta ese verano del 83 mi
prima no había pisado la casa de su abuela, sí sus hermanos Paco y Luis que
coincidían conmigo todos los veranos entre tres-cuatro semanas.Este verano mi prima lo pasaba en el cortijo
como castigo por su mal comportamiento y en un intento de alejarla de las malas
compañías. Mi abuela tenía facilidad para odiar a todas las mujeres de su
familia, incluida mi madre y me explicaba que tenía una razón importante y un
rencor para sentirlo con todas. Así que, como carcelaria de una adolescente
rebelde era la mejor opción. Sabía cómo joder la vida de quien no bailaba a su
son y a Pilar le tenía ganas a falta de poder despellejar a su madre. Tenía
fama de sargento y de tener muy mal carácter. Mucho de cierto había, pero yo
sentía delirio por ella. Conmigo era cariñosa y siempre me consentía. Si me
pegaba una bronca desmesurada luego me hacía galletas para aliviar mi dolor y
me acariciaba el pelo con su mano cálida y llena de vida. Aún recuerdo el olor
de su horno y el de sus dedos acariciando mi barbilla. Con mis primos era más
arisca y aunque también los adoraba cuando ellos volvían para Madrid y yo
sentía un pequeño vacío en mi estómago por la añoranza, poco me duraba ya que
mi abuela se encargaba de hacerme saber quién era su nieto preferido
El
verano que conocí a Pilar fue el último verano que pasamos en el pueblo. El
cortijo estaba en venta y mi abuela estaba harta de aguantar tanta
responsabilidad con sus trabajadores que, aunque agradecidos, siempre esgrimían
una queja por la menor tontería. Un piso en el nuevo barrio de Joaquina Eguaras
esperaba a que mi cansada abuela empezara a vivir sin cargas a sus 58 años.
Cuando no hubo cortijo, nada ni ningún verano volvió a ser lo mismo.
Cada
mañana Pilar nos despertaba con su música traída de la capital con grupos
españoles que despuntaban en esos momentos en que el punk estaba en plena
efervescencia y cada mañana mi abuela le gritaba que bajara la maldita música y
que ayudara con el desayuno. Siempre la misma rutina. En el fondo, a mi abuela
le caía bien Pilar y le costaba maltratarla como hubiera querido. A mí también
me caía bien, su cara angelical de 19 años contrastando con sus ojos rasgados
de mujer fatal, profundamente maquillados, su despeinado pelo negro brillando
todavía cuando el sol se apagaba y su tieso flequillo pintado de lila. Sus
mallas oscuras y viejas, agujereadas y sus camisetas unas veces anchas, otras
ajustadas insinuando sus redondeados pechos de niña buena. Había en su mirada
un fuego que yo todavía no comprendía pero que me asustaba tanto como me
atraía. Ella casi nunca bajaba al pueblo ni se relacionaba con ninguna niña del
lugar. Salía de noche como los gatos con dos catalanes como yo, de su misma
edad que venían a visitar a sus abuelos cada verano, Fran y Miquel y que ya
tonteaban con ciertos hábitos oscuros. A veces, cuando la abuela dormía la
siesta Pilar los metía en su habitación, ponían música con discreción y el olor
de la maría llenaba por completo el pasillo donde nosotros teníamos las
habitaciones. Nunca supe por qué la abuela nunca descubrió ese pastel o por qué
se hacía la loca. Paco, Luis y yo nos perdíamos por la montaña junto con otro
grupito de turistas después de espantar y de reírnos de las gallinas y los
cerdos de la abuela. Todo estaba rodeado de sus árboles frutales, limoneros,
melocotoneros, higueras, olivos. Llevábamos tirachinas y cazábamos gatos o
recogíamos alcaparras cuando estábamos tranquilos. Y cuando nos cansábamos nos
reuníamos en la plaza con el resto de los niños del pueblo y armábamos la de
dios haciéndonos los chulos. Los más mayores nos provocaban y salíamos a
hostias día sí, día también, siempre recibíamos los de fuera. Una tarde me
peleé con mis primos, no recuerdo el motivo y decidí pasar la tarde en casa,
estaba tan furioso que hubiera quemado con mis manos cualquier cosa que se
hubiera interpuesto en mi camino. Bastante antes de llegar ya se oía la música
de mi prima Pilar a toda leche. Probablemente sonara Siniestro Total, Los
Suaves, Barricada, a saber. La música vibraba con mi enfado y entré por el
ancho portón como una fiera. Mi abuela estaba en Granada esa tarde. Al pasar
por la habitación de Pilar su puerta estaba medio abierta y la vi recostada en
la cama en bragas y sujetador. Nunca había visto ropa interior negra ni la
silueta de un cuerpo tan bonito estirado. Pilar fumaba y al notar mi presencia
levantó su cabeza, yo agaché la mía y salí corriendo pasillo adelante. Pero
Pilar me llamó, David, David y salió a la puerta para que la oyera. David, qué
te pasa. Ven, quédate un rato conmigo. Me di la vuelta y la miré sin decir
nada. Ven, pasa, repitió y entré en su cuarto mientras me miraba. Cerró la
puerta tras de sí y se sentó en la cama, haciéndome un gesto con la mano para
que me sentara a su lado. Yo obedecí. Estaba mudo. Qué te pasa David ¿nunca has
visto una mujer en sujetador y bragas? Yo seguía sin hablar. Se levantó y bajó
el volumen de la música. Su habitación estaba desordenada, su cama sin hacer,
las persianas medio bajadas para evitar la fuerza del sol. La piel de Pilar
brillaba, el calor a esa hora era insoportable. Cogió una silla llena de ropa y
la tiró toda por el suelo. Se sentó enfrente de mí y cruzó sus piernas mientras
fumaba. Yo estaba en un barco en plena marea, por lo menos eso indicaba mi
cabeza. David, ¿vas a contarme qué te ha pasado? ¿No tienes confianza con tu
prima? No ha pasado nada, contesté malhumorado ¿Quieres? Y alargó su brazo para
ofrecerme su cigarro. Negué con la cabeza. Vamos, no te va a pasar nada, ya eres
casi un hombre. Y el humo del cigarro rodeaba mi cara, mi cuello, aprisionaba
mi alma. Lo cogí nervioso entre mis dedos e inhalé tan fuerte que tosí hasta
casi vomitar. Pilar se reía a carcajadas mientras mis ojos lloraban. Siguió fumando
y me ofrecía cada dos por tres una calada mientras me hablaba, soy incapaz de
recordar de qué. Acércate, David, me dijo, y yo supe que tenía que levantarme
instintivamente. Cogió mi mano indefensa y la acercó a su corazón que latía
despacio como las agujas de un reloj. Estaba mojada y sonreía mientras me
miraba. Yo notaba como un calor intenso subía de mis pies a la coronilla en forma
de ola gigante. Pilar fue bajando mi mano hasta sus pechos vestidos con ese
sostén que los hacía puntiagudos. Parecían el fruto de un limonero recién
madurado. Sus pezones se endurecían por momentos al unísono con mi sexo. Yo
cerré los ojos y me dejé llevar mientras Pilar dirigía mi mano hacia sus bragas
y me dejaba acariciar su sexo por encima de ellas. Movía de arriba abajo mi
pequeña mano y me decía David, así, así. Está muy bien. La boquilla del cigarro
en su boca entreabierta, sus ojos semicerrados, los míos observando tal belleza
a la par que mi sexo crecía y empezaba a apretar y a sobresalir demasiado por
mi pantalón corto. En el espejo, el reflejo de su pelo enredado y de su espalda
y de mi tremenda cara de niño idiota. Aparté el cigarro de sus labios e intenté
besarla impulsivamente. Pilar se separó y soltó mi mano. No, cariño, me dijo.
Los besos para otro día. Se levantó de golpe y se puso un ligero vestido de
tirantes azul que tenía encima de la cama. Paró el radio casete a la vez que me
ordenaba de nuevo que me sentara. Yo era un zombi, un personaje completamente
dependiente de esa hermosura, intentando controlar mi erección y de golpe
completamente enamorado. Empezó a rebobinar, durante unos segundos hasta que
encontró la canción que quería enseñarme. David, ¿tú puedes traducirme? Empezó
a sonar Ciutat podrida de La Banda Trapera del Río, un grupo local
barcelonés que yo por aquél entonces no conocía todavía. Fran me ha grabado
este grupo y me encanta, pero esta canción no la entiendo, me dijo. Empecé a
escuchar la letra
¡Ciutat podrida!
Ciutat podrida... Ens portes la nit i la por, ara que ets adormida els carrers son plens de foc.
Vull sortir
d'aquest infern on els crits dels perduts s'obliden, on és presoner L'esclat del vent i la llibertat no camina.
Ciutat podrida... Ens portes la nit i la por, ara que ets adormida els carrers son plens de foc.
Aquest és el moment en el que ha mort la vida. No m'importa el ponent. Puc caminar sense guia.
Ciutat podrida... ens portes la nit i la por, ara que ets adormida els carrers son plens de foc.
Ciutat podrida... Ciutat podrida... Ciutat podrida... Ciutat podrida...
Mientras yo traducía Pilar saltaba al ritmo de
la música moviéndose como ida por toda la habitación, “este es el momento en el
que ha muerto la vida, no me importa el poniente” …Ella sonreía con los ojos
cerrados y daba vueltas tropezándose con todo a su alrededor, “quiero salir de
este infierno, dónde los gritos de los perdidos se olvidan”
De repente la puerta principal se cerró de un
portazo, había llegado la abuela. Pilar se apresuró a bajar la música y me hizo
un gesto con la mano para que saliera de la habitación.
Apenas cené y no dormí en toda la noche.
Acurrucado en una esquina del corral me limité a observar como el cielo
cambiaba de color mientras alguna estrella caía sobre mi cabeza dibujando el
infinito.
Sofía está tensa cuando entra por la puerta de
casa con su mochila a cuestas y su mechón ondulado tapándole media cara. La
puerta del ascensor suena estrepitosa e imagino a Alicia con su cara roja a
punto de estallar por vete a saber qué rabia no controlada. Le acabo de
prometer a Sofía que veremos una peli después de cenar si me ayuda a preparar
la mesa. Sofía está inquieta y aunque con pocas ganas de colaborar lo hace.
Durante la cena le he pedido que me cuente su versión sobre lo ocurrido días
atrás en el colegio, ya que no le habían dado la oportunidad de expresarse
delante de nosotros. Enseguida ha empezado a llorar y no sé cómo tranquilizarla,
sólo la abrazo. Cuando está más calmada, le pido que sin prisa, me cuente de
qué se trata y para qué sirve ese ritual entre ella y sus amigas. Papi, sólo es
un juego, me explica. Somos hermanas, nos queremos y nos damos todo. Todo es de
todas. Si intercambiamos nuestras cosas de alguna manera cada vez más somos
solamente una. Así nos sentimos, no hacemos nada malo.
Mi hija, con cuatro o cinco amigas de clase
había cogido la costumbre a la hora del recreo de esconderse en un rincón
oscuro de la biblioteca.
Papi, nos ponemos en círculo sentadas en el
suelo y nos damos las manos. Nos hacemos así fuertes como mujeres y nos
sentimos únicas y unidas.
Alucino con la madurez de esa niña. Sé que en
breve el brillo de sus ojos lucirá por otras cosas, pero ahora es la luz de la
inocencia y la coherencia la que atraviesa esos ojazos.
Se sentaban en círculo sin su ropa interior,
desnudas de cintura para abajo. Se acariciaban, besaban, olían sus sexos, las
unas a las otras. Sentían sus cuerpos, los amaban y cuando terminaban
intercambiaban sus braguitas de forma aleatoria. A veces antes de volver a casa
se volvían a poner cada una las suyas, a veces no. Mi exmujer no ha notado
nada. La amargada, la sin fuerzas para vivir, tiene quien le haga las lavadoras,
pero ella sólo sabe quejarse de la mierda de vida que tiene como madre soltera.
El martes las pillaron in fraganti y ardió la
tragedia.
No voy a reprocharle su actitud ni voy a enjuiciarla
Sofía se ha quedado dormida en el sofá a media
película. Yo he abierto el portátil, contesto algún WhatsApp y algún correo
pendiente de trabajo. En Facebook no hay demasiado movimiento y la curiosidad y
el aburrimiento me lleva a ella, Pilar Torres. En su fotografía de perfil
aparece sonriente con un gatito entre los brazos y con una adolescente que es
su hija, Carol. Hace un par de años que hemos recuperado el contacto gracias a
esto de las redes sociales. Está extremadamente guapa en esa foto. No hablamos
habitualmente, la verdad, pero lo suficiente para ponernos al día de nuestras
cosas y para prometernos volver a vernos pronto.
Cotilleo una por una todas sus fotos, como no
he hecho hasta ahora. Casi de las últimas, aparece una foto, medio borrosa,
ella en el centro con su pelo negro tieso y su cigarro en la mano derecha junto
a Fran y Miquel, con sus indumentarias extremas, rodeando con sus brazos su
cintura. Me hace sonreír pensar en el hecho que la sacaron de la capital para
evitar las malas compañías y en el pueblo se encuentra con dos especímenes de
los bajos fondos de la Barcelona de los 80. A lo lejos distingo la puerta
principal del cortijo de mi abuela y a ella, con su mano por visera mirando
hacia el fotógrafo. Me da un vuelco el corazón al verla y siento unas ganas
enormes de llorar al sentir todo el cariño que me inspira esa mujer valiente.
Recuerdo aquella foto. Fue el día que Pilar se marchó del pueblo aquel verano
de hace tanto. Mi tío Antonio había llegado hacía unos días para recogerla a
ella y a mis primos de vuelta a Madrid. A mí aún me quedaría más de una semana
en el pueblo hasta que llegasen mis padres. Mi abuela ese día estaba triste
como nunca la he visto. Durante la cena, ya solos, hago memoria de lo que
hablamos, y siento el mismo dolor que sentía ella cuando me hablaba de sus
hijos y de lo sola que se sentía a veces. A mi abuela se le había metido en la
cabeza que sus hijos eran infelices por estar con las mujeres equivocadas,
mujeres que además los separaban de ella con toda su mala intención. Tenía la
idea de que eran desgraciados en sus vidas y de que las mujeres habían
truncados sus sueños. Yo la escuchaba y solo sentía deseos de consolarla con
besos sonoros en sus mejillas, pero no estaba de acuerdo con lo que decía, yo
vivía otra realidad en mi casa y era tan feliz con mis padres como cuando
estaba con ella. Cuando mi padre emigró a Barcelona lo hizo con la intención de
entrar en la universidad, iba recomendado con las mejores notas de su quinta.
Se instaló en casa del hermano de mi abuela, Felipe, que durante muchos años
también hizo de abuelo para mí. Felipe vivía con su mujer en el barrio de Sants.
Había emigrado de muy joven también y enseguida empezó a trabajar en la carpintería
del que acabaría siendo su suegro. Hacía más de un año que su hijo mayor había
muerto de un accidente de moto, dicen que iba de droga hasta las cejas, y su
hija Esther ya estaba casada hacía tiempo y tenía su propia familia. Felipe y
Anna acogieron a mi padre con los brazos abiertos. Mi padre compaginaba sus
estudios de arquitectura con el trabajo en la carpintería por las tardes
ayudando al tío Felipe. Siempre me contó que en aquella época fue muy feliz
hasta que tuvo que dejarlo todo para ir a la mili. En ese tiempo de
reclutamiento en Reus conoció a mi madre, Conxita y la dejó preñada. Ahí se
acabaron parte de sus sueños, pero surgieron otros. En 1970 nací yo y mi padre
siguió trabajando con Felipe hasta que éste se jubiló. Mi padre heredó la
carpintería, que creció rápido pasando a convertirse también en una carpintería
de aluminio enorme. Los beneficios fueron tales que mis padres pudieron
invertir en el negocio de la construcción y puedo decir, a día de hoy, que
vivimos de una forma muy acomodada. Yo he podido seguir los pasos de mi padre y
tengo mi pequeño estudio de arquitectura que me da para permitirme más de un
lujo. Mi abuela nunca pudo llegar a verme con mi carrera terminada y mi vida
establecida. Mejor, hubiera conocido a Alicia y esta vez sí tendría un motivo
real para odiar. Murió sintiendo que había perdido a sus hijos a los que nunca
pudo dar el amor que merecían. Y ahora que la veo, a lo lejos, en esa vieja
fotografía siento que tengo que decirle que sí dio su amor, lo recibimos sus
nietos que fuimos criados por madres maravillosas que hicieron felices a sus
hijos y por ella, una abuela que lo fue todo, por lo menos para mí.
Estoy llorando.
Pilar pasó unos años terribles con las drogas,
hasta que en uno de los centros de rehabilitación conoció a su exmarido que la
ayudó a salir de todo eso. Se sacó el título de auxiliar de enfermería y desde
entonces trabaja en una asociación privada de ayuda contra la drogadicción. Su
Facebook está lleno de eventos y actividades relacionados con el tema. La veo
feliz en las fotos y siento la necesidad de verla para abrazarla y decirle
cuánto representa para mí. Tres mujeres forman parte de mi esencia, cada una
por una razón particular, pues han marcado momentos muy concretos de mi existencia,
Pilar, mi abuela y mi hija Sofía
Pilar, me digo mentalmente mientras sigo viendo
sus fotos. Apenas hay de su juventud, salvo la que acabo de encontrar y una que
me llama poderosamente la atención. Se ve a Pilar haciendo el tonto con mis
primos y los catalanes a la orilla de un pequeño riachuelo. Es del mismo verano
que la fotografía anterior, en una excursión que hicieron con otros del pueblo
y a la que yo no pude asistir porque me había torcido el tobillo jugando en la
plaza y tenía que reposar. A pie de foto hay una nota en la que ha escrito:
Faltas tú. No tengo la certeza de que esa nota vaya dirigida a mí pero una
punzada en el corazón me dice que sí y mi cabeza empieza a rememorar y a pensar
a mil por hora.
Se habían ido todos de excursión y sólo
estábamos en casa mi abuela y yo. Cuando empezó a aflojar el sol mi abuela
subió a la plaza a charlatanear con sus amigas y yo me quedé aburrido y
desganado. Decidí pasar por la habitación de mi prima para cogerle el casete y
escuchar su música que ya empezaba a fliparme. La puerta de su cuarto estaba de
par en par y en penumbra como casi siempre. Encendí la luz y me encontré el
panorama de costumbre, su ropa tirada por el suelo, el olor a tabaco impregnado
en las paredes, discos y cintas de música desordenados y tirados por todos los
muebles de la habitación. En el centro, tiradas unas bragas marrones con
pequeñas florecitas. Me acerqué y las recogí del suelo y espontáneamente me las
llevé a la nariz absorbiendo su aroma profundamente, como si fuera la última
inspiración que estaba dispuesto a hacer en este mundo. Observé que estaban
ligeramente manchadas de algo ya seco y blanquecino y empecé a excitarme sin
pretenderlo. Las dejé a los pies de la cama y abrí el cajón de su mesita de
noche. Colonia, pintalabios y diversas pinturas, su tabaco y una caja de
cerillas medio vacía. Me encendí un cigarrillo y me recosté en la pared
sintiendo el olor de su almohada. Aunque tosí varias veces seguidas y el sabor
me pareció de lo más desagradable seguí fumando, sintiéndome y creyéndome un
hombre. Desde ese día no he dejado de fumar. Cuando terminé, el cosquilleo de
mi entrepierna no me dejaba pensar en otra cosa y miraba de reojo las braguitas
de Pilar que había dejado a pie de cama. Hasta que me incorporé para cogerlas y
al mismo tiempo que volvía a olerlas mi sexo se agrandaba de tal manera que pensaba
que me iba a reventar. Me masturbé varias veces seguidas hasta perder la cuenta
y la noción del tiempo, con sus braguitas entre mis manos, aplastadas contra mi
nariz o rozando mi polla dura y encarnada. Mi semen se mezcló con su flujo
seco, ya no se podía distinguir. Sabía que aquello me podía costar caro, pero
no podía parar, toda mi sangre y mi deseo hacia Pilar se concentraba en esa
cabeza alargada que no quería controlar. No recuerdo cuando me dormí, sólo
recuerdo el gesto de Pilar pidiendo silencio y acostándose a mi lado y mientras
me acariciaba la frente.
A la mañana siguiente me levanté en mi cama
desorientado, pegajoso del sudor y muerto de vergüenza. Mis manos olían a
rancio. No me veía capaz de aparecer por la cocina para saludar. Llegué a la
puerta de esta silencioso como si quisiera ser invisible. Mis primos se peleaban
y me abuela pedía calma con toda la mala leche acumulada de años. Pilar, tenía
una sonrisa pícara en la cara, pero tampoco me miraba, mientras untaba su
enorme tostada con mantequilla. Buenos días, dije. Mis primos me miraron un
segundo y siguieron peleando sin contestar. Mi abuela se giró y me guiñó un
ojo. Me dijo, te caliento la leche. Pilar levantó la vista de su desayuno y me
guiñó un ojo también mientras me sacaba su sonrosada lengua. Por la ventana
abierta llegaba el sonido de los pájaros cantando, el cacarear de las gallinas
a lo lejos y el gruñido de los cerdos, la luz de un sol resplandeciente. El
aire paseaba el aroma del detergente de la ropa acabada de lavar que se
mezclaba con el olor a café recién hecho. Como mirándome, a la misma altura que
mi vista, junto con otras piezas, aparecieron colgadas las braguitas de Pilar,
húmedas y limpias de nuevo y sentí cómo se paralizaba el cuerpo del hombre en
el que me estaba convirtiendo.
He traslado a Sofía a la cama, antes de que
coja frío, la primavera está entrando tarde este año. Observo su carita, siento
su inocencia a pesar de que empiecen a rondarle descubrimientos que aunque complejos
ella asume con ingenuidad y desde la naturalidad más absoluta y deseo mientras la miro que tenga la misma
infancia feliz que tuve yo, la adolescencia ya hará su papel cuando le toque.
No voy a castigar a mi hija por sentir, ni a limitarla con condicionamientos
sociales obsoletos. Mi princesa será una gran mujer, un ser precioso. La arropo
y ella entreabre sus ojos y me rodea con sus brazos para besarme. Buenas noches
Papi. Buenas noches, amor.
Vuelvo al portátil y escribo a Pilar a través
del Messenger, sin pensármelo dos veces. Me contesta a los pocos minutos. También
está sola en casa, sus hijos han salido y ella mañana tiene lío en la asociación.
Me pasa una foto con su gato. Yo le paso una foto de Sofía de cuando miraba la
película ¿Has visto David las vueltas que da la vida?, me dice enviándome el
emoticono de un guiño. En un mes tengo la presentación de un proyecto en
Madrid, ¿Pilar, te apetece que nos veamos?, le digo. Síííí, me contesta. Y su
respuesta hace que me sienta como hace años que no hago y aflora en mí el mismo
sentimiento que cuando la conocí aquel verano del 83. Algo especial está por
llegar. O será que ya llegó hace mucho.