Era la tercera mudanza que
hacía en sus escasos veinticinco años de vida. La primera fue cuando su familia
decidió dejar su Granada natal decididos a buscar una mejor suerte en una
ciudad que emanaba prosperidad. Tenía catorce años y lloró hasta que no pudo
más. Imaginaba Barcelona como una ciudad húmeda y deshumanizada, con niños de
su edad altivos y antipáticos. En menos de dos meses ya huía, junto a su amiga
Anita, por el gran descampado que les hacía de parque de las bromas de los
niños de su clase. Reían como locas y siempre conseguían ganarse la confianza
de esos pillos que más que asustarlas querían enamorarlas. La segunda vez fue
cuando se casó con Antonio. Formaron un hogar a los pies de la montaña de
Montjuic, en un moderno piso cerca del famoso “El Molino”. Ese intento de relación
duró tan poco y fue tan inesperadamente dramático que ni ella misma era capaz
de adivinar por qué había estado tan ciega.
Ahora mismo tenía las llaves
de lo que esperaba fuese el cambio que le aportara la felicidad que disfrutó a
lo largo de su infancia y adolescencia. Abrió la puerta como pudo y, como pudo,
dejó la última caja en el pasillo antes de dejarse la espalda. Tuvo que saltar
entre todos los trastos para poder entrar en el comedor, todavía vacío, con sus
blancas paredes tan frías e impersonales que cortaban el aliento. Aun así,
sonrió. Su minúsculo piso era todo lo que deseaba en ese momento. Representaba su
victoria más importante desde que decidió ser ella misma. Una a una fue
arrastrando las cajas que se quedarían allí, a la espera de que llegaran los
muebles, mesas, sillas, sillones, lamparillas, los cuadros, y, por supuesto, su
amada librería. Tantos libros anhelando su lugar en el mundo fuera de su cabeza.
Abrió una de las cajas en las que había escrito “LIBROS” con su letra enorme de
caligrafía clara y segura. Cogió al azar uno de ellos, El beso de la mujer
araña, de Manuel Puig. Hacía solo tres años que compraron juntos esa joya en
la hermosa librería que era el punto de encuentro de muchos intelectuales
amigos. Se acababan de casar. Por fin soplaban aires de libertad y ellos eran
los más devotos representantes de esa palabra convertida en hecho. Sin embargo,
al poco, todo se tornó menos intenso y más temible. Recordó el día de su boda
mientras observaba la portada. La ceremonia por la iglesia a pesar de ser más
ateos que Carrillo, por complacer a sus padres. Estaba en una nube, era la
envidia de sus amigas y colegas. Él la comprendía, la empujaba a escribir, la
motivaba para que no se le escaparan los sueños. Nada de hijos si no quieres,
le dijo un día entre las sábanas.
Colocó el libro en el hueco
libre de la caja, saliendo del ensimismamiento, le hacía daño pensar. Se
incorporó y tocó su mejilla, de repente, sentía un calor intenso y cómo
palpitaba su carne herida, a pesar de que hacía más de un mes de la última agresión.
Por suerte, su familia la apoyó, aunque rechazó volver a casa, se volcaron en
que su divorcio no fuera una traba en su deseada vida de mujer soltera y
trabajadora. Es lo que quiero, estoy radiante y nada me parará, esta
vida no es una lucha y soy feliz, se repetía como un mantra, mientras
recorría ilusionada el resto de su nueva guarida.
Dedicada a todas las mujeres luchadoras, guerreras, valientes, resilientes, tranquilas en este 8 de marzo de 2025.
©Noelia Terrón Torres.
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